Capítulo I

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37. HUERTA CABREJAS, Marcos.- "Historia panegyrica de Nuestra Señora del Pilar de Altarejos, dádiva del glorioso patrón de España Santiago el Mayor, aparecida al venerable Joseph Gil Raez, pastor, en el término del lugar de Campillos, Sierra del Obispado de Cuenca". Sin lugar, 1746; 8º.

Curioso alegato en favor de la historicidad del mito de la Virgen de Altarejos, que conocemos gracias a la amabilidad de D. Braulio Marcos Huerta, responsable de una curiosa edición del texto, y estudioso del tema. Literatura hagiográfica en la línea de Gaspar Bermejo y Ponce de León, panegiristas de la Virgen de Tejeda, aunque mucho más escasa de datos históricos, en especial de datos históricos creíbles.

La tipología del fenómeno es sumamente fiel al modelo establecido por Christian y otros para este tipo de veneraciones: hallazgo de imagen, árbol o planta, cueva, fuente, intermediario humano especificado en un vaquero o pastor varón y adulto, presencia activa de ganado, etc. Además, se supone que la aparición de la Virgen de Altarejos tuvo lugar en 1208, lo que la sitúa en el grupo medieval de imágenes cuya previa desaparición y secreta custodia se atribuye a la amenaza de la ocupación musulmana, como hace el autor en varios puntos del relato. Ciertamente, hoy sabemos que esta creencia no tiene fundamento, pues la amenaza agarena no podría explicar la ocultación de imágenes de los siglos XI, XII y XIII, generosamente aparecidas en países como Italia, Francia, Alemania, Polonia, etc. No: lo más probable es, que los lugareños las escondieran atemorizados por la persecución de que eran objeto los irreductibles cultos paganos por parte del clero secular, el ordo clericorum; y es que, la mayoría de aquellas imágenes eran la representación de diosas madre de diversa naturaleza y procedencia: Diana, Cibeles y otras de carácter local. Todavía hoy, muchas vírgenes conservan símbolos inequívocos de aquellas deidades, como la media luna. Más tarde, las órdenes religiosas como el Cister (San Bernardo, etc), inmersas en la radical transformación de costumbres del siglo XII y bien sabedoras de la contumacia popular, inician un proceso de asimilación y reinterpretación mariológica de las creencias, provocando el hallazgo o recuperación de los bultos, vía milagro: con cierta frecuencia, la aparición tiene lugar poco después del establecimiento conventual y no al revés, e invariablemente, en árboles, fuentes, cuevas, promontorios y lugares en los que los antiguos acostumbraban a realizar sus arcaicas liturgias, algunas de las cuales todavía perviven, provocando la natural consternación de personas que no acaban de entender el sentido real de estos cultos, y mucho menos la permisividad de una Iglesia tradicionalmente dogmática, impositiva y autoritaria. Conocidas son las condenas de los concilios toledanos; remitimos al lector a la “Colección de Cánones de la Iglesia Española”, y a textos clave como el “Sermón contra las supersticiones rurales”, de Martín de Braga (s. VI), o al “De singulis libris canonum scarapsus”, de San Pírmino (s.VIII), donde exhorta “No adoréis a los ídolos; no hagáis votos junto a las piedras, al pie de los árboles, junto a los manantiales o en las encrucijadas de los caminos...Que ningún cristiano de permita bailar, cantar, danzar o hacer alguno de esos otros juegos diabólicos, ni junto a la iglesia, ni en casa, ni en cualquier otro lugar...”; o al esclarecedor, definitivo, Indiculus superstitionum et paganiarum, recogido por Burcardo de Worms (s. XI) en sus Decretales, cuyo exhorto 23 dice: “¿Has ido a rezar a un lugar distinto de la iglesia o del que te indicó el obispo o el sacerdote, es decir, junto a las fuentes, las piedras, los árboles, las encrucijadas, y has encendido allí por devoción una antorcha o una vela; has llevado allí pan u otra ofrenda y la has comido para buscar la salud del alma y del cuerpo?” . La lista sería muy extensa. En este último documento, cuya autoría se desconoce, el exhorto 33 viene a ser una descripción casi fotográfica de ciertas ceremonias de ablución que todavía hoy se realizan, no menos que de otro legado ancestral muy conocido por nosotros, como es la tradición de los danzantes, que Moya comparte con muchos otros lugares en los que incluso se repiten los mismos rituales: sonsonete, vestimentas, pasos de baile, terminología folclórica, etc.; por ejemplo, Ochagavía (Navarra); pero esto ya forma parte de otro trabajo.

Huerta Cabrejas, tocado por candorosa inocencia intelectual, no reprime su vena de teólogo/escritor y abunda en citas comparativas extraídas de la tradición clásica pagana, como cuando trata de explicar la predilección de su Señora por el pino: “A la Diosa Cibeles consagraban los Sacerdotes sus verdes ramos, y lo mismo ofrecían, dice Propercio, en las aras de Apolo, y sus hojas servían de guirnalda, que ceñía las sienes de la Madre desta Deidad en los días de sus mayores obsequios. Con que parece, que el querer María que su Imagen se formase de este Árbol, es assegurarnos la deseada Corona de nuestros vencimientos...” , en cap. VII, abundando a continuación en comparaciones con Venus, Ceres y Diana (¡!). En cap. XI es Artemisa el modelo, y poco después, llama a su Virgen “Cielo hermoso, Huerto cerrado, ameno Pensil, donde se halla medicina en todo mal, en cuya presencia caerían arruinadas todas las deidades...”. ¡Pero, si la faceta más hermosa del culto a María es precisamente su materialidad pagana!. Y lo más interesante: en nada disminuye su calidad de madre de Cristo y del género humano; todo lo contrario.

Es decir, que inevitablemente la Iglesia toma la religiosidad primigenia y la amasa en el obrador cristianocatólico sin solución de continuidad, aunque no deja ni por un momento de reprimir la querencia popular: en el Concilio Provincial de Valencia de 1565, el Canon V versa expresamente sobre “En qué lugares y tiempo se prohíben las danzas con música”, y comienza diciendo que “Hay algunos que juzgan falsamente que se da culto a los santos bailando y danzando en frente de los altares...”, pues en multitud de lugares, como en Moya y desde luego en Altarejos -véase el último capítulo de Huerta Cabrejas- seguían bailándole a la Virgen, igual que habían hecho a la Madre desde tiempo inmemorial en uso y abuso de la liturgia más hermosa y significativa. Es más: la sagrada misión de la Iglesia era y es, ni más ni menos, oponerse de diferentes formas a las infinitas especies de paganidad, a la natural tendencia de los pueblos a dar sentido transcendente a las cosas, a determinados utensilios y fenómenos reales y palpables, cotidianos, dando verdadero e incuestionable sentido religioso a su vida. No es preciso decir que la evangelización excluyente, que intenta imponer elementos y adoraciones de carácter foráneo por desplazamiento de los ya existentes, es una lucha perdida de antemano, pues no queda otra estrategia que sustituir unos modelos por otros de igual o parecida naturaleza, y luego, claro, rebautizarlos. No nos cabe duda que la claudicante sumisión eclesiástica a los modelos de adoración paganos -no otra cosa es el culto a las imágenes, bestia repugnante para los primeros padres de la Iglesia- es la única forma, el postrer recurso de una madre adoptiva, compungida y desesperada por el despego contumaz y descarado de una prole adoptada, hijos naturales de otra madre anterior y más hermosa.

En todas estas manifestaciones reales de liturgia heredada, llama poderosamente la atención la aparente indiferencia del pueblo respecto del cayado sacerdotal. El oficiante, en semejantes hierofanias pasionales, suele pasar a segundo plano, errando inerme entre la multitud o desempeñando inusual papel de comparsa, atónito y sobrecogido ante la presencia real -esta vez o nunca- de la divinidad. En efecto, estos raros momentos son, de hecho, los únicos en los que el pueblo creyente entra en comunicación directa con sus dioses libre de molesta intermediación, deja de ser Iglesia y retrocede a la condición de tribu, su verdadera, inmarcesible, esencial composición interna. Lo demás, en nuestra opinión, es pura política de masas revestida de legitimidad divina y bañada en irrespirable atmósfera de incienso, en uso y abuso de la sumisa ignorancia de los pueblos.

Estos paganos manifiestos plantean y resuelven sin contradicciones internas el viejo dilema verdad personal/colectiva, decantándose fácilmente por una sóla verdad que es consuno de ambas, pero que para ser puesta en práctica y entendida plenamente toma forma en la materia exclusiva del yo, pues “El yo es la única guía disponible en la selva confusa del mundo” (Francisco Rico, en alguna parte). Y si al fin, una de las pruebas más firmes de elección de la verdad consiste en conocer el número de sus adeptos, la conclusión no puede ser más gozosa y reconfortante: el hierofante cree por momentos, o por unos días y noches, estar en posesión de la verdad, esta vez sí. Vive inmerso en un cosmos variado y cambiante del que forma parte aliquota, tan grande o insignificante como se quiera, pero parte al fin, como lo son los árboles, las aguas, el sol, las bestias, la lluvia y las estrellas. Es más, ni siquiera se plantea la pretenciosa necesidad de ser el centro del universo ni el pueblo elegido, malsano argumento, padre de los peores dogmatismos. Y la mediación clerical resulta molesta, innecesaria y contraproducente. ¡Ganas nos dan de paganizar sin tasa!.

Y en fin, que para entender estas tradiciones, ciertamente cargadas de sensual hermosura folclórica, conviene ponerse en manos del antropólogo antes que del clérigo, aunque existen algunos ilustres ejemplos mixtos, como Honorario M. Velasco y Luis Maldonado. Recomendamos también, y de forma imprescindible, la obra de W.A. Christian, en especial “Apariciones en Castilla y Cataluña (Siglos XIV-XVI)”, 1990, no menos que la de Marina Warner, “Tú sóla entre las mujeres. El mito y el culto de la Virgen María”, ed. española de 1991, así como los trabajos de Ana María Vázquez Hoys, Lisón Tolosana, Caro Baroja, etc. ¿Y qué decir de R. Manselli, F. Cardini u Oronzo Giordano?, sin olvidar, claro, a los maestros J.G. Frazer y Mircea Helíade, incomparables argumentadores de cuanto aquí pretendemos.

En uno de sus interesantísimos trabajos, Vázquez Hoys cita a Le Goff para identificar los procesos por los cuales la cultura cristiana ha vencido a la anterior cultura pagana: “1, la destrucción de los lugares de culto de las imágenes. 2, la sustitución (u obliteración) de los cultos paganos por otros parecidos cristianos que se superponían a los primeros. 3, la desnaturalización o sustitución de las formas paganas, acompañada de un cambio de significado.”

Maldonado, en su iluminador, impagable, “Religiosidad popular. Nostalgia de lo mágico” (1975), ilustrando la transposición liturgia pagana-liturgia cristiana, cree que “Al asumir Cristo y la Iglesia las imágenes del sol, la luna, el agua, el árbol, la madre... opera una evangelización de los poderes efectivos proyectados en ellas”, pág. 325. Este es el proceso real de evangelización, el único posible, por cierto. Innecesario es ya desenmascarar la falacia de los fenómenos de conversión masiva y repentina, propios de la historia sagrada. En 799, y luego de treinta años de una de las guerras más sangrientas de la historia, Carlomagno certificaba la conversión de los sajones no menos que su anexión al estado franco; pero es que mucho antes, aconsejado por Alcuino y otros, había puesto en práctica diferentes formas de colonización eclesiástica, enviando misioneros que nada pudieron hacer por desterrar a los dioses locales, que de hecho siguieron conviviendo con el cristianismo durante siglos. No está de más ilustrar estas alusiones con referencias de una conocida Historia de la Iglesia que puede consultarse en http://juaank.tripod.cl/iglesia/index.html , y que, en su cap. IX.1, comenta:

”En el 772 comienza Carlos la guerra contra los sajones. En esta primera campaña destruye el santuario central de una de las tribus sajonas, considerado como la columna del mundo: era el santuario de Irminsul, cuya destrucción tenía la intencionalidad de demostrar la superioridad del Dios cristiano. Sin embargo, esto provocó la venganza sajona sobre iglesias de Assia, aprovechando la estancia de Carlos en Italia en el 773. La respuesta del rey franco fue la de no tener paz con los sajones mientras no abrazaran la fe o fueran exterminados. Eginardo, en el capítulo VII de la Vita Karoli, escribe que tales acontecimientos -la reacción de los sajones- fueron los que provocaron el conflicto abierto de guerra, la cual se extendería sin interrupción por espacio de 33 años.”

El autor de estas líneas, que no necesita firmar aunque evidentemente escribe desde la lóbrega soledad de la sacristía haciéndonos cómplices a todos de semejantes desatinos, prosigue impávido:

”En el 776 los sajones prometieron su sumisión y adhesión al cristianismo. Al año siguiente Carlos convoca una dieta del reino franco en Paderborn, con el fin de dar una primera organización a la acción evangelizadora. Los sajones se hicieron bautizar en masa. Este hecho es importante si queremos entender la violencia de los francos en las rebeliones que los sajones protagonizarían posteriormente: los francos, en su concepción, no luchaban ya contra paganos, sino contra apóstatas. En el 778 se incendiaron iglesias y se asesinó a monjes. Por esta razón, unos años después, en el 785, Carlos les impuso la Capitulación de los Sajones, por la cual serían condenados a muerte los sacrílegos, los que violasen el ayuno y la abstinencia, los asesinos de clérigos, los que creyeran en las brujas y un largo etcétera de situaciones penadas con la pena capital. Si alguno había caído en cualquier cosa de éstas y, arrepentido, se presentaba ante el sacerdote y cumplía una dura penitencia, sería absuelto tras el pago de una fuerte cantidad de dinero y el testimonio del sacerdote.”

¡Menos mal que los sajones estaban bautizados!. Es frecuente encontrar altísimas dosis de cinismo en escritos pretendidamente aleccionadores –en realidad encubridores- de una historia vergonzosa y vergonzante. Por otra parte, este tipo de justificaciones, a todas luces innecesarias, carecen de legitimidad moral y proceden de un estado permanente de mala conciencia histórica. Descendamos al detalle: si el hecho de estar bautizados es el desencadenante de la represión, lo mejor en cualquier sentido sería no bautizarse jamás; es peor el remedio que la enfermedad, pues además, la misma excusa legalista justifica plenamente las persecuciones imperiales romanas: igual carácter de traición a la religión oficial y al estado poseía la primitiva secta cristiana para el sistema. En consecuencia, el manirroto y desafortunado autor de semejante alegato histórico baja de los altares de un plumazo a todos los mártires de la Iglesia, pues al fin y al cabo, ellos se lo buscaron al no cumplir con sus obligaciones ciudadanas. Afrontemos con gallardía la dolorosa responsabilidad moral de esas acciones, o guardemos prudente silencio; pero la Iglesia, si verdaderamente quiere ganarse el Cielo, debería desmarcarse de este tipo de chulerías dogmáticas que la alejan de Cristo. No basta con pedir el perdón de Galileo. Hay pocas creencias que, como las nuestras, hayan necesitado tan elevados grados de crueldad para imponerse. El triunfo del amor de Dios puede llegar a ser más dulce o devastador que el triunfo del amor cortés.

A propósito del amor cortés, no es menos interesante el estudio del proceso de transformación de una Madre inexplicablemente virgen –por ejemplo, Tertuliano y Orígenes no aceptaron semejante elipsis de carnalidad en la concepción del Hijo-, definida y proclamada por decreto en los concilios de Nicea (325) y II de Constantimopla (381), en otra justamente Virgen en tanto que madre de Dios hecho hombre. Faltaba, a pesar de todo, el nexo de unión con una realidad biológica y humana que deja pocos resquicios a la abstracción. Y el momento se presentó, que ni pintado, en el inestable ambiente de cambio social provocado por las cruzadas, en especial por la cruzada contra los albigenses, época en la que la mujer cobra un ganado protagonismo, convirtiéndose en señora de hombres, objeto de deseo universal y no sólo eslabón imprescindible de la maternidad. La mariolatría monta limpiamente de un salto sobre el caballo de la adoración mundana a las mujeres, refrenando la tensión conflictiva de lo humano con la brida de la pureza virginal de María, uniendo al fin el viejo ideal femenino de sumisión, dulzura, modestia y abnegación con la preeminencia real de la amada que le otorga el deseo del amante; se impone sin resistencia el poder ennoblecedor del amor sea cual sea su rico y catártico significado. Era el momento oportuno: entonces, o nunca. Hay que admitir que, más allá de toda adscripción religiosa, el modelo resultante, María Virgen y Madre en paridad de importancia con su condición de mujer, poseía y posee un poder seductor innegable. Y curiosamente, de todas sus virtudes, la castidad es, sin duda, la que le otorga ese halo de superioridad tan reconfortante, pues nuestro consciente da por sentada, infantilmente, la neutralidad sexual de la madre; no en vano lo fue también para Artemisa y otras formas de Magna Mater, sólo que en aquellas la castidad iba unida a sobresaliente furor y desprecio por el sexo masculino; una especie de feminismo desquiciado, sí. De hecho, en el mundo antiguo, son las mujeres las que protagonizan las ceremonias de culto a la diosa de la tierra, los aires y las aguas, y cuando los hombres quieren intervenir, celosos como siempre de su superioridad sexual incluso en estos sagrados menesteres, han de hacerlo aceptando las duras reglas del juego: se introducen de puntillas, y nunca mejor dicho, pues en multitud de ceremonias han de vestir hábitos de mujer, enaguas y otros aderezos femeninos ofreciendo una imagen desconcertante. Una versión deformada pero consecuente con el privilegio femenino en esta sagrada parafernalia es el apasionante y fantasmagórico mundo de la brujería, que es o llegó a ser culto establecido con liturgia y jerarquías propias, pero adentrarnos ahora en ello sería excesivo. Vayan a Caro Baroja, o a Margaret A. Murray, a su “El culto de la brujería en Europa Occidental”, que resultan ser esclarecedores de las profundas relaciones entre el culto a Diana y el corpus de creencias brujeriles.

En la por otra parte excelente “Guía para visitar los santuarios marianos de Castilla-La Mancha” (1995), en la reseña de la Virgen de Altarejos, Don Dimas Pérez Ramírez -que previamente ha recogido la tradición que asegura ser la imagen “una de las copias que mandó hacer Santiago Apóstol de la mismísima Virgen del Pilar”-, para explicar la existencia de tan curiosa aparición se limita a especular que “El paraje es imponente y, desde luego, cercano al camino que conducía a las tierras de Aragón, circunstancia que hace más verosímil que algún devoto de Nuestra Señora del Pilar trajese la antigua imagen, réplica de la cesaraugustana”, obviando toda posible referencia al más que evidente oportunismo totémico, propio de una clara operación sustitutiva de culto ancestral por otro más conocido y dominable. No obstante, se desprende de las palabras de Pérez otro de los alicientes comunes a este tipo de veneraciones: el locus amoenus, la imponente y natural hermosura del paraje, que parece concentrar sobre sí toda la belleza de un contorno áspero, desigual y necesitado de un refugio en reclamo de la presencia divina. No es Altarejos un caso único, ni mucho menos; sin duda, la diócesis de Cuenca rebosa de templos naturales dotados de salvaje y deliciosa hermosura especialmente tocados por la presencia divina; es más, en determinadas épocas del año, nuestra tierra parece una olla de paganidad en ebullición tumultuosa, y no sólo en lo que se refiere a los cultos rurales, pues rico material de análisis ofrece la Semana Santa capitalina, por ejemplo.

Merece la pena entrar a considerar, si quiera someramente, el baile de fechas que maneja Marcos Huerta Cabrejas, poniendo en evidencia la dudosa credibilidad histórica de este tipo de narraciones. En el cap. VII, en discurso pleno de encendidos elogios hacia la longevidad sobrenatural del pino, soporte material de la imagen, data claramente la aparición en 1208 al asegurar que “Fue venerada antes muchos siglos, y há que se apareció hasta este año de 1743, 535 años, en lo que se supera la natural inclinación que este Árbol tiene a la corrupción de la polilla; y a pesar de la jurisdicción de tantos siglos manifiesta sus verdores no sin supernaturalidad milagrosa”. Confirma el dato en la oración del día primero de la “Novena devota para implorar el amparo de María Santísima”, Libro II; mucho antes, en cap. III, ha concretado algo más, asegurando que “Era al presente Pontífice Máximo Inocencio III. Emperador Otón V, Rey de Saxonia. Rey de España Don Alonso el Nono, ocho meses después de colocar la funesta parca en fúnebre Panteón el incorrupto milagroso Cuerpo del Señor San Julián, Obispo de Cuenca...”. El caso es, que cree saber que la imagen “... se conserva incorrupta por tantos siglos, haviendo estado oculto Thesoro en la tierra solamente 494 años”, cantidad que restada a 1208 arroja el sorprendente saldo de 714, a no ser que considere que la estatua fue ocultada, no en 711, año seguro de la fulminante invasión musulmana y derrota de Guadalete, sino tres años después, en 714, año del definitivo afianzamiento del Islam en suelo patrio, simultaneamente a la sucesión en el trono del califa Muza Ben Nusayr por su hijo Abd-al-Aziz, a la toma de Toledo por Tarik, y a la de Zaragoza, sede matriz de la Virgen del Pilar. No lo parece, puesto que en las primeras líneas del cap. II afirma y reafirma sin ambajes que España se pierde en 714. En consecuencia -¿es consciente de ello?- no es nada extraño que acabando el capítulo establezca la liberación del yugo sarraceno de la Tierra de Moya en 1200, “... cuyo castigo duró en esta Sierra quatrocientos y ochenta y seis años”, lo que ya es más probable si, como creemos nosotros, la Tierra de Moya fue interrumpidamente musulmana, o si se quiere mozárabe, hasta después de 1200. Mira por dónde. Véase nuestros comentarios a Bermejo, Ibáñez de Segovia, Rivera de la Granda y Palacios Albiñana.

Hay que decir para concluir que, en general, es la milagrera una clase de literatura que no deja huella y se olvida tan rápido como leída; apologética mercancía en tránsito que entra por un ojo y sale por el otro sin dejar en el lector ni un gramo de sustancia. Tanto la “Historia panegírica” como la “Novena devota” son dos capítulos de una misma plegaria en loor de la Virgen. En el Libro I, el autor se deshace en rosario de metáforas y alabanzas hasta producir cansancio, en pugna con la atención del lector, que debe ir espigando aquí y allá frases o noticias sustanciales que le ayuden a trabar el escaso correlato histórico. En el Libro II, dedicado a la Novena, las pocas partes que en el primero eran o pretendían ser materia histórica, se rellenan en éste de milagros con pretensión de haber sucedido. Tanto unas como otros no son más que tradiciones cuya hipotética verosimilitud queda relegada a retórica de obligado cumplimiento. La jerarquía eclesiástica pone buen cuidado en no aceptar como reales estos repertorios de prodigios, cuya dudosa autenticidad, por otra parte, no es en absoluto susceptible de comprobación y rastreo; pero es que, como tampoco los desmiente por elemental miramiento con la fe sencilla sin olvidar su irremediable necesidad de clientela, se ve obligada a vivir y adoptar una doble moral pastoral, similar al dualismo característico de ciertas sociedades secretas. Y es que no es posible mantener al pueblo de Dios huérfano de señales del más allá, y además, resulta tan cómodo administrar la fe irreflexiva...